EL SOLLOZO EN PORT PELEGRÍ

EL SOLLOZO EN PORT PELEGRÍ

Maria Àngels Viladot

(traducción de “El plor a Port Pelegrí”, relato publicado en “Laberint al soterrani i altres contes”, 2019, Barcelona: Editorial Viena).

Era otra más de las radiantes mañanas de verano, en plena primavera de mi vida, en el pueblo costero donde pasé, año tras año, temporadas de vacaciones inolvidables. Mi paraíso privado, el lugar en el que quizás pensaré con un último brillo en los ojos, en mi lecho de muerte, cuando llegue el día. Verano. Sol. Mar. Vacaciones. La vida por delante. Ya lo cantaba, en aquellos tiempos, Françoise Hardy: «C’est le temps de l’amour, le temps de l’amour et de l’aventure». Poco podía imaginar, aquel día, que el paraíso también puede contener el infierno, y que la desolación puede emerger de golpe, cuando menos te lo esperas, como ocurre siempre tanto con la buena como con la mala suerte. La memoria estremecida me trae de vuelta la imagen de aquella pareja envuelta en un halo de desesperación. Es mentira que los hados, los vuelos de bandadas de pájaros negros o cualquier otra imagen literaria anuncien las tragedias antes de que ocurran. Vienen solas. Lo averigüé aquella mañana radiante, en la que nada malo podía ocurrir.

Por aquel entonces, las vacaciones escolares del verano todavía duraban tres meses largos; empezaban unos días antes de San Juan y se prolongaban hasta primeros de octubre. Veraneábamos en Gelida, en el Penedés, pero cuando yo tenía unos ocho años mis padres decidieron ofrecernos un plus de vacaciones marinas. A partir de entonces pasaríamos el mes de agosto en la playa, en Calella de Palafrugell.

En el contexto de la tímida apertura política de la época y del entonces incipiente boom del turismo, unos amigos construyeron los primeros apartamentos turísticos de Calella de Palafrugell (los había diseñado un tío mío arquitecto, marido de una hermana de mi padre); mis padres no se lo pensaron

dos veces y reservaron tres de los apartamentos para que disfrutáramos del mes de agosto en la playa. Así que durante treinta días sustituíamos las excursiones en Gelida a las fuentes con nuestra tía soltera, cariñosa, desconfiada y regordeta, los juegos de espías por el castillo, la Fiesta mayor y la de disfraces entre los veraneantes, los baños en la piscina, el ping-pong y los partidos de frontón en nuestra casa, por el luminoso mundo marino de Calella de Palafrugell, en la Costa Brava. Sin duda, mi madre fue artífice principal de la decisión de veranear en la Costa Brava; la dominaba un espíritu de superación, abierto y europeo.

Recuerdo muy bien el primer día que, desde Gelida, emprendimos el viaje a Calella. Porque fue como un viaje a las antípodas. Mi padre conducía un coche, mi madre otro y detrás, en el rabo de la fila y a la zaga, venia Jaume, el carpintero de casa, conduciendo una camioneta del laboratorio farmacéutico de mi padre, cargada con todo el equipaje. Tardamos cuatro horas en llegar a nuestro destino. Sumémosle el par de horas que empleamos en una comilona en el hoy conocido restaurante “La Granota”, donde mis padres degustaron ancas de rana por primera vez en su vida. Y no puedo asegurar que fuera la última.

Una vez en el pueblo de Palafrugell y, desde allí, enfilamos una carretera estrecha que serpenteaba por entre arboledas de pinos y, sobre todo, por entre una gran vastedad de alcornoques, prueba irrefutable de que, antes de que llegáramos los turistas, muchos gerundenses vivían de la potente industria del corcho. Yo iba en el coche que conducía mi madre, llevábamos las ventanillas bajadas, y recuerdo que mi madre le comentó a Claudia, una de las muchachas de casa, que el viento arrancaba aromas a la lavanda. Me asombró el lirismo de mi madre. A decir verdad, aquellos meses de agosto eran sus verdaderas vacaciones, así nos lo repetía cada año, y si bien en Calella todos nos transformábamos un poco, ella era la primera en hacerlo y de un modo casi diría que radical. Como las serpientes que una vez al año mudan su piel. Creo que se sentía libre de poder hacer lo que le venía en gana; de recuperar un poco su juventud, después de haber criado a sus

ocho hijos. De olvidarse, durante tan solo treinta días, de ser la pragmática organizadora del hogar, de todo y para todo. Y sin duda lo conseguía y, por supuesto, sin abandonarnos.

Al final de la carretera que habíamos enfilado desde Palafrugell, llegamos a un punto donde teníamos que bajar una fuerte pendiente sin asfaltar; desde allí, entre la quietud viva de árboles e hinojos, se divisaba el iridiscente mar Mediterráneo y los tejados de unas cuantas casas encaladas de blanco. A la izquierda, aislada, se levantaba esplendorosa la Iglesia. En Barcelona, habíamos visto el mar, nos habíamos bañado en Castelldefels en múltiples ocasiones, incluso nos habíamos quemado los hombros, pero la belleza de aquel paisaje de naturaleza y calma era inigualable y no puedo expresar lo que sentí. Estoy convencida que mis hermanos y yo compartimos la misma emoción. No sería extraño pensar que los ojos nos centelleaban igual como el agua marina allí a lo lejos; en un instante, fuimos conscientes de que aquellas vacaciones playeras que nuestros padres nos habían organizado serían increíbles. Delante de los apartamentos, en una situación privilegiada y resguardada, al sur del pueblo y en las afueras de su núcleo, se encontraba la Cala de Port Pelegrí; sin duda, no se podía pedir nada más maravilloso. Estaba flanqueada por dos magníficos obstáculos rocosos, en el norte, por la Punta dels Burricaires y, en el sur, por una preciosa mansión, a diferentes niveles y con arcadas sobre el mar, construida sobre las rocas que dividen las calas de Port Pelegrí y de Sant Roc. Esta mansión era una ampliación de los antiquísimos Banys d’en Caixa, un establecimiento de finales del siglo XIX que ofrecía baños de aguas calientes o a temperatura ambiente, e incluso baños de oleaje en la gruta de Sant Roc. Ni más ni menos que un centro de talasoterapia, tan increíble como las termas del imperio romano. En lo alto, al sur de la playa de Sant Roc, había un hotel que llevaba el mismo nombre y que contaba con unas exquisitas vistas sobre el mar y Calella. El Hotel Sant Roc de aquel entonces aparecería en las guías turísticas de hoy en día como un hotel de glamuroso encanto o “vintage”. Y, en dirección sur, ya no había casi

nada más. Unas pocas mansiones aisladas, algunas de ellas propiedad de personajes famosos del momento. El camino de ronda, siguiendo la costa, era muy rudimentario y para llegar a la playa del Golfet bajábamos laderas, saltando los matorrales y resbalando debido a las acículas que, para más inri, nos pinchaban los tobillos. Y ya no digamos para llegar al pintoresco Castillo de Cap Roig y al jardín botánico que lo circunda, al cual subíamos por senderos que bordeaban los campos. En más de una ocasión, habíamos visto a sus propietarios pasar por delante de los apartamentos Port Pelegrí a lomos de unos burros; él, un comandante (aunque se hacía llamar Coronel) del zar Nicolau II, que tuvo que exiliarse a raíz de la revolución de 1917 y su esposa una aristócrata inglesa experta en antigüedades. Preciosos, los dos. Otras veces, también subidos en la grupa de los mismos animales, los veíamos por el caminito de tierra que descendía desde el Castillo hacia el mar hasta llegar al embarcadero de la “bañera de la rusa”, en la Cala Massoni, muy cerca de la Cala del Golfet, donde les esperaban criados versallescos que les acercaban bandejas con copas de cava espumeante. La historia de este eminente reducto, del castillo y el jardín botánico, y sus propietarios (“els russos”), se remonta al año 1927 y es bien conocida. A veces, encapsulados en nuestras fueraborda British Seagull (mis padres habían comprado dos embarcaciones), unas de las poquísimas barcas que se veían navegando durante el día, costeábamos hasta llegar allí, sin ningún afán de cotillear, ni de espiarles, ni nada de nada, simplemente para disfrutar de aquel lugar que, como todas las calas y los rincones mediterráneos a los que nos acercábamos, era de una belleza incomparable. A veces, decidíamos de repente darnos un primer chapuzón en las “Illes Formigues”, materialmente forradas de mejillones. Duele percatarse de que, a causa de la depredación humana, los mejillones han pasado a la historia, igual como las lejanas contiendas de piratas y naufragios documentados en estas islas. Ya en la “bañera de la rusa”, sin nadie que nos estorbara, chapoteábamos desnudos y nos metíamos por la cueva no sumergida que se encontraba en aquel enorme barreño rodeado de rocas rojas y

pinos, rozando el agua de reflejos azulados y peces; sin duda, un paisaje de ilustre linaje, como los aristócratas del castillo en lo alto del Cap Roig. A menudo, seguíamos nuestro camino hasta “Cap de planes”. Qué gozada. La playa de Port Pelegrí era amplia, de entre setenta y ochenta metros de largo, y de grano grueso de un color dorado al igual que sus fondos que se hundían rápidamente a poco de entrar en el agua; recuerdo que la nitidez del agua hacia aún más difícil calibrar la profundidad. Además de la Punta dels Burricaires y los Banys d’en Caixa, estaba limitada por unas casetas (creo que eran ocho) con los techos abovedados y puertas de tableros pintadas de color azul marino y mi dulce recordar todavía evoca algunos de los pocos pescadores que quedaban y que allí faenaban y guardaban sus barcas. Una de aquellas casetas era de nuestros amigos, los propietarios de los apartamentos, y encima de la bóveda habían construido (no sé si ellos o ya se lo encontraron así) un piso con dos dormitorios y un comedor y una cocina en miniatura. Al fondo de la caseta, desde la puerta de entrada, había un baño y, en un rincón, un plato de ducha de agua helada y salobre y, a la derecha, subía empinada una escalera al primer piso. Mis padres, además de los tres apartamentos, la alquilaban cada año como un espacio de desahogo; para guardar remos, cañas de pescar y utensilios playeros. Y, evidentemente, para nuestro deleite. Allí dormíamos dos de mis hermanos y yo, y nadie ni nada podía hacernos cambiar de idea para sacarnos de allí. En el comedor, una amplia ventana de cuatro batientes se abría sobre la playa y, a unos escasos treinta metros, el mar, y recuerdo el ruido de las olas por la noche lamiendo los pies de la arena y como el agua del primer baño por las mañanas me parecía más transparente que en cualquier otro lugar. Y, sobre todo, me acuerdo de la libertad de que gozaba, mucho más auténtica y genuina. Amaba el pueblo de Gelida pero en Calella me olvidaba completamente de él. Cuando a primeros de septiembre regresábamos, lo percibía como empequeñecido y me sentía mentalmente alejada de las historias de mis primos y amigos, aunque a los pocos

días me habituaba y disfrutaba como la que más de aquel mundo y del recreo y diversión que el Penedés nos ofrendaba. Algunas noches, mientras mis padres iban al parisino Madame Zozó, ubicado en Mont-ras, o a las actuaciones de relieve que se celebraban en Cap Sa Sal, cerca de Begur, por decir uno más de los muchos lugares a los que acudían, yo me acercaba con mis amigos y novietes, pues cada año tenía uno distinto, al club La Guitarra, al que mis padres también iban a menudo. Para llegar a La Guitarra, atravesábamos a pie el pueblo hacia el norte y, a lo largo, cruzábamos la cala del Canadell por un camino de arena bastante maltrecho que pasaba por delante de la casa de veraneo de la familia de Josep Pla. Recuerdo el canto de los grillos, la oscuridad bañada por la luz de millones de estrellas diminutas, el bochorno y la cháchara que compartíamos, felices hasta la extenuación, mientras caminábamos hacia allí. La Guitarra estaba en el extremo norte de la playa del Canadell, casi arañando el agua. Era una pequeña sala iluminada con velas y, por la parte que daba a la playa, tenía unas vueltas cubiertas de cañizo. Allí, René Larroque «Jimmy Rena» y su esposa Manó nos amenizaban con veladas jazzísticas maravillosas. De vez en cuando, se organizaban jam-sessions espontaneas, en las que participaban desde músicos de todo el mundo que veraneaban por la zona hasta jóvenes entusiastas del jazz. Como, por ejemplo, los hermanos Gili que, más tarde, crearon La Locomotora Negra. Nosotros nos quedábamos fuera del local, en la playa y al resguardo de la luz tamizada del cañizal, desde donde un cálido ritmo del más puro jazz salía a recibirnos. Nos bastaba con desperezarnos sobre la arena o apoyarnos en el vientre de alguna barca y dejar resbalar suavemente la arena viva entre los dedos de las manos. Las horas nos pasaban volando y, a veces, nos quedábamos allí hasta final de fiesta.

Cuando mis padres entraban en el local, Jimmy Rena y Manó interrumpían la pieza que estaban tocando y los saludaban con la canción “Et maintenant” que Gilbert Becaut compuso en el año 1962. En más de una ocasión, mi padre les había pedido que la tocaran, e incluso la había interpretado él mismo en el piano

de Jimmy Rena, y aquella canción se transformó en un clásico de acogida. ¡Qué emoción siento ahora! Entonces, nosotros, que estábamos en la playa escuchando la música, nos poníamos en pie como impulsados por un resorte y, entre risas, les observábamos furtivamente por entre las rendijas del cañizo; mi padre tomando un whisky y mi madre, cava o una bebida refrescante, lo más probable con ginebra o ron, sentados alrededor de una pequeña mesa redonda, escuchando, aplaudiendo y charlando.

Recuerdo con gran viveza las llegadas nocturnas al apartamento de la playa de Port Pelegrí, a la que subíamos o bajábamos por un sendero de tierra bordeado de pitas y adelfas enormes. Un silencio imponentemente hermoso, que rozaba la historia de miles de años y retrocedía hasta la época de las velas latinas, siempre acompañado por el vaivén de las olas naufragando sobre la arena y de los reflejos de la luna. A veces, soplaba un vientecillo que apenas levantaba el oleaje y rizaba suavemente el mar. Y, a lo lejos, barcas pescando a la encandilada. Me resulta imposible contar las ocasiones que nos habíamos bañado en la oscuridad de aquellas aguas tan serenas. Recuerdo también que, a veces, el viento nos abrazaba con la música del Saint Tropez, a donde ya de más mayores íbamos a menudo, una discoteca paradisíaca, con terrazas sobre las rocas del mar y bombillas de colores. Los primeros años de nuestro estreno en Calella, las callejuelas del pueblo estaban sin asfaltar y tan solo había una línea telefónica, por lo que para llamar o recibir llamadas era preciso acudir a una centralita del pueblo. Por supuesto, las cosas fueron cambiando con el boom turístico de la década de los años setenta y el camino de tierra ocre por el que bajábamos al pueblo se asfaltó y nuestro bloque de apartamentos dispuso de centralita propia. Aun así, los contactos telefónicos todavía eran, a menudo, complicados.

Durante algunos agostos, en la playa de Port Pelegrí, donde hoy, entre los parasoles y toallas, no cabe ni un tubo de bronceador, solamente cuatro familias bajábamos a bañarnos. Además de la nuestra, estaban los propietarios de los apartamentos, otros amigos nuestros de Gelida y unos alemanes con los que

entablamos amistad y con los que compartíamos aperitivos, “musclades” y “cremats”. También corría por allí un joven pescador, enjuto, moreno, guapísimo, que se llamaba “Juanito”. ¡Cuántas veces con alguno de mis hermanos habíamos visto salir el sol, navegando con él en su llagut de pesca! También nos vendía refrescos que llevaba en una neverita. Al cabo de unos años se casó y, él y su esposa, crearon un bar-restaurante en uno de aquellos sótanos de la playa, propiedad de mi tío arquitecto. Aun hoy, aunque ellos ya apenas están allí, y mucho menos atendiendo al público, vamos de vez en cuando a disfrutar de una de las excelentes caceroladas de arroz de langostinos y frutos de mar. El bar-restaurante se ha modernizado y se ha ampliado con unos tendales en la playa pero, en la caseta, en el bar-restaurante, todavía están los remos, las brújulas de barco, las redes y los aparejos de pesca que, en aquel tiempo ya pretérito, se amontonaban encima de un altar de botellas. Sin embargo, ya no es lo mismo. Ahora, en el mar, centenares de boyas naranjas ahogan los miles de lucecitas chispeantes que, en nuestra época, flotaban solitarias. Nuestra época de juventud, la de montar a caballo, la de las regatas con veleros 470 y del esquí acuático.

Habían pasado unos años desde aquella primera aventura en que tardamos más de cuatro horas para llegar a Calella. El día en que ocurrió el desastre, yo debería tener unos dieciséis años. Seguíamos asistiendo a las veladas de jazz de Jimmy Rena y Manó, acomodados en nuestra platea de preferentes, entre cañizares y el olor salobre. La noche anterior, nos acostamos cuando el pueblo hacía horas que dormía; en consecuencia, al día siguiente nos levantamos muy tarde. Abrí de par en par la ventana, la luz entraba a raudales y mientras me ponía mis gafas de sol di los buenos días a Claudia y Basi que, sentadas en la arena, esperaban a que nos levantáramos para poder entrar. Nuestros amigos de Gelida, padres e hijos, bajaban a la playa invariablemente a la misma hora, hacia las once, y, por lo que vi, ya estaban totalmente instalados donde siempre, muy cerca del agua. Mi padre también estaba con ellos. Desafiando sus dotes de barítono, cantaba a pleno pulmón aquella zarzuela con la que a menudo nos regalaba los

oídos: “Costas las de Levante, playas las de Lloret…”. Menos mal que éramos pocos, familiares y amigos. Me duché, me puse el bikini y un pareo, cogí el libro que aquellos días estaba leyendo, mi sombrero de paja y una toalla y, mientras desayunaba en el bar de Juanito y su esposa, llegaron los amigos alemanes con sus hijos; al poco rato, bajaron los propietarios de los apartamentos, uno de mis hermanos con Michel, el joven francés que pasaba el agosto con nosotros (mi hermano había estado el mes de julio en su casa, una preciosa mansión del Rhône), luego vinieron mis padres, el resto de mis hermanos y, esparcidas por la playa habían una o dos familias más, que se alojaban en los mismos apartamentos que nosotros. Me apetecía leer un rato, así que no me sumé al corro que formaban mis padres y amigos y, en cambio, me cobijé en la sombra de los Banys de’n Caixa, en el recodo derecho de la playa, a unos treinta metros del sendero de pitas y adelfas que cuesta arriba conducía a los apartamentos. Sentada en el límite de la arena húmeda, el ruido de las olas me parecía aún más perezoso que días anteriores.

Entonces fue cuando le vi; hundido en el agua cristalina del mar, entre las rocas que sobresalían del fondo. Un lugar donde la transparencia del agua engañaba aún más en lo que hace a la apreciación de su profundidad. No tardé en darme cuenta de que aquel chiquillo no buceaba, ni cogía lapas ni piedrecitas, sino que estaba extrañamente inmóvil; demasiado inmóvil y como algodonado, balanceándose al vaivén muy suave del agua. Me levanté de un salto, me zambullí horrorizada y lo saqué a flote mientras, a gritos, suplicaba ayuda. Mi padre se acercó corriendo con una expresión atribulada, lo cargó como un haz de leña, lo tumbó en la arena y le practicó incansable sus conocimientos de socorrismo mientras yo le frotaba los pies y las piernas para darle calor, para hacer que la sangre fluyera o qué sé yo, y le besaba sus delicados párpados de niño, sus labios azulados. El cuerpo desmayado del muchachito, de piel blanquecina como la leche, no reaccionaba a nuestros esfuerzos para devolverlo a la vida. Entonces me

acordé de los inyectables que mi padre tenía en el apartamento para los fallos cardíacos. En casa, ni él ni nadie tenía problemas cardíacos, de modo que su empeño por tener a mano aquellos misteriosos medicamentos era inexplicable. En aquellos desesperados momentos pensé que podrían ser útiles. Hecha un cromo con la arena empastada por todo el cuerpo, me abrí paso por entre el corrillo de hermanos, amigos y bañistas que intercambiaban miradas de angustia, subí el sendero corriendo y así seguí hasta llegar, jadeando, al apartamento de mis padres. La barbilla me temblaba. Revolví cajones y armarios y, por fin, los encontré. Con una mano, sujeté con fuerza el inyectable y, con la otra, la caja con la jeringuilla y volví a la carrera hacia la playa suplicando que el niño no se muriera. Ay, por favor, por favor, que no se muera. Pero todo fue en vano, porque el ancla de aquel crío, el ancla que nos sujeta a la vida, se había desasido al rato de hundirse en aquellas aguas tan transparentes. No llegué a tiempo de alcanzarle. Navegaba, se alejaba irrevocablemente, ya en alta mar, en la barca de Caronte. No podía tenerme en pie, y, a pesar de que no fue a mí a quien el diablo mandó aquella desdicha, me dejé caer sobre la arena en un estado de shock.

Desde la centralita de los apartamentos no había manera de conectar con el equipo de salvamento y la ambulancia tardó en llegar. Aún recuerdo como si fuera hoy mismo aquel hombre enjuto de rostro desencajado y espesas lágrimas resbalando por sus mejillas pálidas; sus piernas desnudas y temblorosas; sus pies descalzos corriendo torpemente sobre la arena gruesa de la playa; su mano apretando la de su hijo acostado en la camilla que dos socorristas transportaban hacia la ambulancia, a pleno sol de un día luminoso. La angustia de aquel hombre era tan profunda que, desesperado, hubiera podido ponerse a gritar. Son todo imágenes brutales que guardo en un rincón de mi memoria.

Durante unos días el verano dejó de ser veraniego. Mientras la música de Jimmy Rena y Manó sonaba yo lloraba por dentro igual como lo hice mientras acompañábamos a aquel padre de lágrimas amargas que, agarrado a la mano

desvanecida de su niño, temblaba como una hoja. Los padres les habían complacido, al chiquillo y a su hermana, en sus ruegos para que los dejaran bajar a la playa a jugar mientras ellos deshacían las maletas para pasar sus anheladas vacaciones en aquel apartamento playero de Port Pelegrí. De repente, en el tiempo que dura un parpadeo, toda su vida se había hecho añicos. Y era tan solo el inicio de una tristeza que llevarían consigo de por vida: recuerdo que meses después fui a visitarlos a su país y continuaban arrastrando la pena, tristes, desconcertados, dándole vueltas y más vueltas a un solo minuto de sus vidas. El minuto en que una llamarada infernal había emergido del paraíso veraniego y había consumido la vida de su hijo, y también, de otra manera, las suyas propias.

Sí, saqué del mar un niño ahogado. Estas cosas no se olvidan.